Foto de : Richard Embley
Cascadas buganvillas en una ciudad desprovista de terrazas, desprovista de turistas, de pandillas y de los gritos de los vendedores ambulantes. Un manto de silencio desciende sobre la ciudad amurallada, donde una vez los amantes se reunieron bajo cúpulas doradas y en torres negras del interior. Antes de nuestra era del coronavirus, Cartagena era una ciudad arrodillada, penitente ante la Inquisición, plagada de asedio naval, pero su espíritu de resiliencia y resistencia perduró, inmortalizado en las palabras del infame hijo literario de la ciudad, Gabriel García Márquez. Como muchas ciudades históricas de Colombia, Cartagena no se ha librado de la pandemia, lo que obligó a las iglesias a cerrar a los fieles, a los comerciantes a bloquear sus productos y a los restauranteros a cocinar para invitados invisibles.
Pero bajo cuarentena, la vida continúa, lo que se manifiesta en el batir de alas en las plazas vacías, el susurro de las palmeras mientras la cálida brisa del mar recorre las calles sumidas en el aislamiento colonial. Cartagena es una ciudad de piedad, maldad y decencia. Pronto regresarán los galeones de metal, descargando su cargamento de humanidad, y el recuerdo de la cuarentena cristalizará como sal en las paredes incrustadas de coral.